03 diciembre, 2009

LA MUÑECA DE MIS MANOS (PÁGINA Nº TRECE)

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A mi hermanito lo llevaron tan lejos que jamás volví a verlo nunca. Mi padre me contó sin embargo que no debía preocuparme por él, sino por mí.

Me llevaron a La Casa de Marco Expósito, mártir reconocido en las anchas planas yermas tierras. Personaje del siglo XVII, recogido por Murillo, en obras de Lope de Vega, y a quién la corte española y la alta nobleza ofrecían como ofrenda grandes favores. El edificio era todo de blanca cal, habitaciones de doce literas por cuatro colchones, patio comunitario, sala de juegos, un cuarto de baño y aseo por piso, cuatro pisos con planta baja, escaleras amplias de amplios descansillos, pasamanos en mármol blanco, negros los peldaños, tres comidas por día, jornadas de huerto, granja, Manipulación de utilería para cuero y madera en relajados talleres con hilo musical en flauta, grandes altavoces que dictaban a gritos el horario inflexible que se había de cumplir diariamente, domingos de cine y misa, salidas al exterior asidas a un gruesa soga, en ropa de marca Acordeón.

Dolores Prietos, estuvo ingresada quince años antes de entrar a formar parte del personal del centro, ahora era celadora, a veces, otras hacía de alguacil. Pelo corto y duro como su humor y su gesto. Su dulce tono de voz la hacían aún más terrorífica, y sus manos de albañil, y su culo de tabernero. Sofía Philo, ingresó el mismo día que yo, tres años menor, alta, con el pelo de fuego, facciones salvajes, guerreras, manos de princesa, bajo cada ojo un lunar, de actitud competitiva y carácter inquieto, con el tobillo derecho escayolado, vestida de azul rojo y amarillo, y un pendiente insertado en su pezón izquierdo, apretado por un escalofrío contra la camiseta de fino algodón. Socorro Controla, directora del centro. La mujer arrugada le ordenó personalmente que no me perdiera de vista ni de día ni de noche, bajo ninguna circunstancia. Virtudes Ninguna custodiaba la puerta de entrada y salida del edificio, de brazos y manos de cancerbero.

Yo sabía que no debía de temer por nada, por que la señora arrugada, su cuello… era el cuello del cuerpo, no tenía
cuello; seguramente también trabajo de mi padre, por lo que seguramente era amiga de mi padre o de Begoña de Azúcar. Él no debió morir nunca, pues había gente que no lo consentiría, y seguramente se harían pasar por amigos suyos, intentando adivinar su secreto, pues conocían su verdad pero no su secreto. También estarían los amigos de Begoña, así me lo contó mi padre. No debía fiarme de nadie más que de mi misma.
A mi hermanito lo sentiría igual de lejos aunque hubiera vivido toda la vida con él y Clara Victoria bajo el mismo techo. Me sentía sola en aquel mundo, y eso me hizo invulnerable a cuantos tormentos fui sometida ese año. Si algo me mantenía con vida, era pensar que yo era el secreto de mi padre, y no había hecho más que descubrirlo, pues desde la confesión de mi padre hasta el momento de mi ingreso apenas transcurrió una semana.

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