03 diciembre, 2009

LA MUÑECA DE MIS MANOS (PÁGINA Nº QUINCE)

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Mi Madre quería presentarme a un círculo de amigos de la familia, los cuales sería bueno conocer. Como el padre de Maxi Delgado estaba en la lista, no le importó que él estuviera delante cuando me informó de la noticia, de lo que sí estaba extrañada y no podía disimular , era vernos tan de mañana, desayunando juntos, tan ligeros de ropa y despreocupados. Una necesidad interior me empujaba a contarle a mi madre que todo cuanto sus ojos contemplaban, seguramente estuvieran malinterpretando cuanto aquella escena de nosotros juntos suponía, pero tampoco sentí una gran obligación de dar una explicación de la situación. Maxi también estaba relajado, pues igual sorprendido que yo con la visita de mi madre, que no quería perder detalle de su explicación; el té con leche y canela quedó frío, el sobre de azúcar aún por abrir y la bolsita en el fondo, Maxi Delgado se fue con ella. Yo quedé sola, con el corazón arriba. En cuatro horas debía reunirme con toda esa gente en el mismo hospital donde mi secreto comenzó. Parecía que todos supieran el secreto pero nadie quisiera saber la verdad. Yo estaba dispuesta a conocer el secreto. La misma sala donde despedí a mi hermanito.

Veintisiete personas sentadas en el patio de butacas, yo, en proscenio, junto con Begoña de Azúcar y Cielo de Nuez, la mujer arrugada de cuello perfecto. Pude reconocer en la reunión al padre de Maxi con sus brazos de goma, los verdes ojos de África Mares de la que tantas veces habló mi padre, y aunque podía reconocer los nombres que me dio mi padre por las partes del cuerpo visibles, era capaz de suponer también por los detalles personales que describió mi padre en su historia, aunque sus ropas y sus telas ocultasen su piel, pero no su pelo. Faltaban tantos otros. Muchos más de los que allí se encontraban.

La reunión se dilataba y nadie estaba dispuesto a poner sus cartas sobre la mesa. Yo jugaba con ventaja; con haberles visto la cara, yo ganaba este movimiento, pero con quedarme callada ellos restaban tiempo. Por eso permanecí callada seis horas, pensando muy bien qué iba a decir, mientras ellos discutían en espiral, hablando de pasado, especulando sobre el futuro y maldiciendo el presente. Todos los que allí estábamos en aquella sala, nos hacíamos la misma pregunta. ¿Por qué deseó morir mi padre? Cuando hablé se hizo unos segundos el silencio.

- Todos sabemos por qué murió mi padre. ¿Qué se supone que hemos de hacer ahora?

- ¿Por qué afirmas que todos sabemos la razón de la muerte de tu padre, pero supones que no sabemos qué hacer ahora? –Preguntó el señor de la cara oscura por la sombra del oscuro rincón al final de la sala-.

- Porque nadie sabe por qué está aquí sentado. –Contesté sin dudar-.

- ¡Tú eres su hija!

- Y tú eres sus piernas. –Respondí emocionadamente a una señora con una falda de fina tela roja con vuelo en las rodillas que quedó sorprendida por mi respuesta.


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