12 diciembre, 2009

LA MUÑECA DE MIS MANOS (PÁGINA 22)

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No llegaba a escuchar con total claridad el interrogatorio al que estaban sometiendo a Begoña, pero con cada pregunta, seguía un silencio de ella, después un grito de dolor. Una sensación extraña embriagó todo mi ser y humedeció mis ojos.

Escuché llegar un auto y aparcar frente la puerta. Todos los habitantes de la casa se prepararon para recibirlo. Parecía como si le estuvieran esperando. La llave de la puerta de la habitación donde me retenía giró tres veces. Entraron tres personas, dos de ellas comenzaron a desatarme mientras la tercera permanecía quieta en silencio. Al descubrirme los ojos, pude ver a un hombre oculto en la penumbra de un rincón de la habitación. Me miraba fijamente sin pronunciar palabra. Inmediatamente le reconocí, era el señor de rostro oscuro. Cuando le pregunté por qué siempre se ocultaba en las sombras, avanzó un paso y se dejó ver a la luz. No tenía rostro. No tenía cabello. No tenía orejas. No tenía cejas. No tenía párpados. Apenas si tenía labios. No tenía nariz, respiraba con angustia por dos pequeños orificios situados bajo los ojos. Su aspecto era como el de una vela derretida por el calor. Era espantoso, y aunque carecía de gesto, se le podía apreciar un semblante terrorífico, pleno de odio, crueldad y amargura. Era un ser horrible.

“Llevadla con su madre.” –Dijo con una voz casi de ultratumba-.

Los dos hombres me levantaron en volandas sin ningún esfuerzo, me llevaron a la habitación junto a Begoña de Azúcar. La imagen de ella era dantesca, escalofriante, estremecedora. Mis ojos rompieron a llorar nada más verla. Estaba crucificada en mitad de la habitación. Le habían golpeado la cara hasta desfigurarla por completo, le sangraba el oído izquierdo, estaba desnuda. No podía imaginar las vejaciones a las que fue sometida. Tenía marcas sangrientas de latigazos en cada una de las extremidades, le habían apagado cigarrillos en su sexo, se podían ver aún prendidos y humeantes incrustados en su sensible piel. El hombre de rostro oscuro me hizo arrodillar ante ella, introdujo un revolver en mi boca después de cargarlo levantando el percusor, y comenzó desde diez una cuenta hacia atrás. Diez, nueve, ocho, siete… pude ver como el rostro de mi madre se iba apagando con cada resta, mientras me miraba fijamente a los ojos, con tanta entereza y amor que pueda demostrar una madre mientras se despide de su hija, diciéndome con la mirada, “tranquila, no tengas miedo, todo saldrá bien”… seis, cinco, cuatro, tres, dos…
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