12 diciembre, 2009

LA MUÑECA DE MIS MANOS (PÁGINA 21)

.

Todo me resultaba muy complicado. Intenté recordar mi infancia. Begoña de Azúcar jamás estuvo ahí. Nunca hubo nada. Si tuviera que detallar algún episodio de mi niñez no podría, de hecho, lo último, mejor dicho, mi primer recuerdo era junto a mi padre, cortando la cinta de inauguración que significaba la apertura de la Casa-Museo donde se exponía La Muñeca. No recordaba nada anterior a este acontecimiento. Jamás vi una fotografía en casa de cuando fui bebé, si es que algún día lo fui, ni de mis años de colegio, amigos, compañeros de pupitre. Las únicas personas que conocía eran mi padre, Clara Victoria y Maxi Delgado, y tras la muerte de mi padre a Begoña de Azúcar, Carmelo Dulce y la gente que conocí en mi año de reclusa en La Casa de Marco Expósito, pero nada más. Ninguna cicatriz en mi cuerpo, tampoco recuerdo haber estado enferma, y aunque tengo una gran cultura general, no tengo conciencia de cómo adquirí tales conocimientos. Me atrevería a decir que, aun habiendo cumplido dieciocho años, diría que apenas tengo dos años de vida. ¿Cómo puede ser eso?

Cuando Begoña de Azúcar se disponía a explicarme por qué no tenía recuerdos de mi infancia, cuatro hombres grandes y fuertes como osos nos rodearon. Nos pidieron que les acompañáramos con total discreción. Caminamos lentamente hasta una furgoneta negra que esperaba aparcada a la entrada del parque. Begoña tomó mi mano, la apretó suavemente y me dijo que no debía preocuparme por nada. Pronto acabaría todo esto.

No podíamos ver hacia dónde nos llevaban. Permanecimos al menos media hora circulando por la ciudad, unas tres horas más por carretera y cerca de otra hora por un camino de tierra. Llegamos a una gran casa de madera en mitad de una explanada rodeada de extensos campos de trigo verde. Pude advertir que algo no iba bien cuando observé la cara de preocupación de Begoña de Azúcar, ella no reconocía a nadie de cuantos allá nos recibieron, y esto la inquietaba. Yo tampoco reconocí ninguna parte de El Cuerpo. Nos separaron en distintas habitaciones. Me vendaron los ojos, me cubrieron la cabeza con un pequeño saco, me ataron de pies y manos y cerraron la puerta con tres giros de llave. Todo permanecía en silencio hasta que me estremecieron los gritos de dolor de Begoña de Azúcar. Podía notar su sufrimiento y su agonía en las plantas de mis pies.
.

No hay comentarios: