21 noviembre, 2009

LA MUÑECA DE MIS MANOS (TERCERA PÁGINA)

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Pasé un largo tiempo observándome mis manos, contemplé la posibilidad de que tampoco tenían nada en especial; sin embargo me habían condicionado la vida. Mi rutina diaria, la intranquilidad de mis miedos, la preocupación al manejar ciertas herramientas por el temor a los accidentes, el trato de con la gente y mis formas y maneras para elegir a mis amigos o mis experiencias sexuales rozaban la psicosis. Creo que de siempre di más importancia a mis manos que a cualquier otra parte de mi cuerpo. Quizá, qué sé yo, mi padre era un cirujano de reconocido prestigio nacional, y mi mamá era diseñadora de joyas, especializada en manos y muñecas, y maestra alfarero, que en mi casa, el tema de conversación eran las manos; capaces de salvar y arrancar una vida, de crear cosas hermosísimas, y por las ironías de la vida, comencé a ganar mucho más dinero que mis padres, y a una edad más temprana, sólo por mostrar mis manos, sin necesidad de tener que mancharlas de sangre tratando de jugar a ser Dios, o de arcilla creando ovales moldes de barro genuinos. Justo con dieciocho años me independicé de mis padres, me compré una casa mucho más grande y mucho más cómoda que la de ellos, tampoco por la necesidad de un hogar, todo el tiempo lo pasaba viajando de un lugar a otro, quizá para demostrarle algo a mis padres, que podía ser mayor e independiente. No necesitaba de su caridad o beneplácito para mis antojos o mis objetivos. Abandoné mis estudios de medicina y Bellas Artes para vivir por y para y de mis manos.

“Vigila que nada terrible le suceda a tus manos”. ¡Qué iba a ser de ti! Eso también podría haberlo dicho yo. Contesté a mi padre. Aun cierto que desde ese día, un extraño temor embriagó, estremeció mi cuerpo entero de terror, cada vez que me enfrentaba a la vida real, a lo cotidiano. Desde cuidar de ir siempre a los lugares donde sus cubiertos carecen de filo por la perfección de sus guisos, o que un inexperto camarero en un acto de torpeza termine arrojando café hirviendo sobre mis manos, hasta elegir escrupulosamente el papel con el que fabricar las páginas de los libros de mi biblioteca. Jamás me acerqué a un animal, domestico y salvaje mucho menos, salvo raras y excepcionales apariciones publicitarias; pues suponía un incremento en mis honorarios que no todas las firmas se la podían permitir. Por eso que mis relaciones sentimentales o sexuales son más un tormento que un placer, me resulta muy difícil entregar mis manos. Ya desde mi primera novia Begoña de Azúcar.

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