22 noviembre, 2009

LA MUÑECA DE MIS MANOS (CUARTA PÁGINA)

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Yo tenía catorce años y ella recién cumplió trece el día que la línea de la vida de nuestras manos cambiabió, la mía sobre todo quedó algo alterada, confusa.

La hora del recreo en el patio del colegio se convirtió en nuestro refugio. Ella sentada en un rincón del patio, yo frente su diagonal, conversaciones eternas mirándonos fijamente. Nos escondíamos en los lavabos para escucharnos durante horas nuestras sístoles y diástoles a través de un tabique contiguo. Dejándonos pistas que conducían a mensajes secretos, palabras inventadas, creando nuestro propio lenguaje. Coincidíamos en fiestas familiares, encontrándonos de manos bajo la mesa, esperando turno para beber agua de la fuente, unas veces yo a sus espaldas, otras ella tras las mías. Yo le ayudaba con las matemáticas, ella a mí en geografía; grabábamos clases enteras que después reproducíamos para confundir a sus padres, a los míos, de que éramos aplicados y rendíamos en la tarea respondiendo positivamente en la materia; mientras en realidad, yacíamos por el suelo sobre las mantas, en la cama bajo las sábanas, mordiéndonos la piel, comiéndonos las ganas. Con sentarnos en frente uno del otro, sólo con la mirada, nos provocábamos orgasmos en la distancia. Por los campos de naranjos, por los olivares, comiendo almendras, rompiendo nueces, tardes y tardes de bibliotecas, domingos de pilla pilla por el campanario de la iglesia, lunes de piano, tres horas de latín, aprender a montar en bicicleta, noches de carnaval, madrugadas de verbena.

Yo tenía catorce años y ella recién cumplió trece el día en que descubrí sus pies. Cada dedo suyo era un terrón de azúcar, sus tobillos de pura caña, de almíbar el izquierdo, de ananá el derecho. Begoña de Azúcar tenía los pies como flores tiernas de dulce néctar. Ella tuvo entonces un arrebato de pasión, me arrojó sobre la mesita de cristal que embellecía el salón. Rápidamente fui atendido por mi padre, que supo enmendar bastante bien la herida, confundiendo diecisiete puntos de sutura entre la delgada línea de mi vida. Cosido a un incierto futuro, diecisiete años pasaron hasta que volví a ver a Begoña de Azúcar, de esto también se encargó perfectamente mi padre. Cuando la volví a encontrar, apenas había cambiado, para suerte mía… pero… antes que de sus pies, hablaré del resto del cuerpo, para terminar con mis manos, mis propias manos.

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