26 noviembre, 2009

LA MUÑECA DE MIS MANOS ( PÁGINA Nº OCHO)

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“Existe el doble de posibilidades de morir a manos de un ser querido que a manos de un desconocido”. Así comenzó mi padre a contar su historia, en una agónica tarde en que dedicó cinco horas a contarnos toda su verdad, a mi madre y a mi, la tarde de mis diecisiete cumpleaños antes de soplar las velas.

Tú eres la muñeca de mis manos, me dijo mi padre antes de cortar la cinta azul con la que se inauguraba su casa museo. Su propia casa donde armó la muñeca. En cada una de las habitaciones de la casa había una imagen de cuanto allí pudo haber ocurrido, desde recibirla en el zaguán hasta que las tumbaba en la camilla del quirófano, una escena intima en el bañó, subiendo las escaleras hasta el segundo piso. La muñeca estaba sentada en el sofá del salón, con la televisión prendida haciendo zapping. Cada habitación era una foto de su perversidad.

Cuando anunció que las manos de la muñeca eran sus propias manos, sus padres, mis abuelos, murieron ambos en menos de una semana, primero mi abuelo y después mi abuela. Mi padre sólo se amputó las manos y él mismo se implantó sus apéndices articulados consiguiendo unas manos perfectas pero sin alma, de tacto inerte.

Mi madre se derrumbaba a cada segundo que pasaba , se mustiaba culpándose de no poder haber advertido la persona tan terrible que era mi padre y haber decidido crear una familia con él. Esperábamos un hermanito que según mi padre, nacería la misma mañana después de su confesión. Mi madre también quiso confesarse, y esa misma tarde me dijo que no era mi madre, y que mi padre nunca le quiso decir quién lo era. Si con diez y siete años no te preocupan ya suficientes cosas en la vida, imaginad como me encontraba con mis regalos de cumpleaños. Dos verdades.

Mi hermanito nació esa misma mañana como vaticinó mi padre, y en lugar de ir al hospital a recibirLO, fui a la casa museo a buscar a mi padre, y allí lo encontré. En un rincón del jardín, hablando con una mujer morena; sus pies me resultaban extraños, advertí que eran idénticas las prótesis que usaba esa mujer a las de mi padre, pero ella las llevaba en los pies.

Comencé a seguirla, intentando que no notase mi presencia, pero una mañana que compartía un café con Maxi Delgado, compañero forense, ella fue quien me asaltó. Se sentó a mi izquierda con un té con leche entre sus manos y llamándome por mi nombre me dijo… ¡Hola Amor!


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