19 mayo, 2009

ONCE TREINTA

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Llevo años intentando olvidar el suceso más desalmado, sanguinario y atroz de mi vida; sin embargo, para borrarlo de mi memoria habría de olvidar a la persona que más quise. Me provoca tanto dolor levantarme en la mañana y observar mi reloj de pulsera detenido a las once treinta de la mañana. ¿Cómo podría olvidar aquél episodio sin tener que olvidar a mi padre?

El otoño no había echo más que empezar, como mis diez años. Era el día de mi cumpleaños y mi padre fue a recogerme a casa de mi tía. Había pasado allí el fin de semana, pues él estuvo fuera de la ciudad por cuestiones de negocios. Llamó al portero y dijo: “¡Hola princesa! ¡Ya estoy aquí! ¡Te he echado tanto de menos! ”. Bajé las escaleras tan rápido como pude y me lancé entre sus brazos como si la vida me fuera en ello. Mi padre me recibió con los brazos abiertos y al juntarnos en el abrazo, nuestras respiraciones y nuestros latidos eran uno sólo. Sacó del bolsillo interior de su chaqueta un estuche azul, y cuando me lo mostró me dijo: “¡Feliz Cumpleaños Princesa! Esto es para ti”.

Yo, aún en sus brazos, abrí aquel estuche que contenía un reloj. Me encantaban los relojes. Me dijo que estaba detenido en la hora en que nací, y que sólo había que darle cuerda para ponerlo en marcha. En ese justo instante, alguien se acercó por atrás y disparó dos veces a mi padre. En la cabeza. Yo no supe muy bien que sucedía. Después de aquellos dos disparos, mi padre quedó como suspendido, conmigo en sus brazos, mirándome a los ojos con la poca vida que le quedaba en el cuerpo. Caímos al suelo. El inerte, yo con la cara y mi vestido blanco salpicado de su sangre. Comencé a llamarle con todas mis fuerzas; pensé que no me escuchaba por el fuerte estruendo de los disparos. A mi me pitaban tanto los oídos que apenas escuchaba el escándalo de la ciudad a esas horas, por eso pensé que no podía escucharme; pero pronto lo comprendí cuando me abracé a él. Sólo podía reconocer una sola respiración, un único latir de corazón. Los míos.

Nunca jamás tuve fuerzas para darle cuerda al reloj. Atado a mi muñeca lleva desde entonces, detenido a las once treinta, como mi vida, como mi memoria, como mi olvido.

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