26 abril, 2009

NO TIENE ENMIENDA LA JODIENDA

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El Matadero. Un matadero industrial ganadero que databa del 1881 según rezaba esculpido en piedra en todo el arco de su enorme puerta verde. Hoy 2003, la mitad de su terreno es la gran casa del abogado del pueblo. La otra de mi amigo Carlos, subió el negocio de su padre ayer en el número 15 del Camino del Aro, hoy situado en La Plaza del Aro. Aún recuerdo el día en que todos los amigos del barrio, incluido Carlos que siempre estaba trabajado, mirábamos impotentes como un inmenso monstruo con una bola gigantesca en el brazo, reducía a escombros toda nuestra fortaleza. ¡Habíamos pasado más tiempo entre esas paredes que en nuestras casas! Quince niños. Infinitas historias sucedían a diario con tanta imaginación sin riendas en un espacio que construíamos a nuestro antojo. Con sólo ocho años ya saltaba el muro, sin ayuda, por los dos lados. Cinco años después lo estaban demoliendo ante quince miradas reventando en lágrimas de rabia mientras limpiaban el terreno, diez años más tarde lo compraron y comenzaron a construir.

“El Matadero, le tenías que haber llamado El Matadero, no Disco-Pub Aro”; esta era la frase con la que cada noche abría el dialogo con Carlos al ponerme la primera cerveza. Mi buen amigo Carlos apartaba cada día siete tercios de cerveza en un refrigerador mucho más potente que mantenía al preciado néctar al borde de la congelación. Yo solía sentarme al fondo de la barra, en la intimidad que me procuraba la penumbra del rincón. Antes de que los primeros clientes comenzaran a llegar, Carlos adecentaba el local; limpiaba los ceniceros, la barra, programaba la música, ambientaba con un fortísimo olor a naranja los baños. Tomábamos al menos dos cervezas juntos, en la solaz compañía de un amigo y una barra de bar. Hablábamos de los viejos tiempos, porque los presentes eran muy distintos. Ambos teníamos veintiséis años, pero él ya estaba casado con Lucía que llevaba tres meses en cinta. Sumaban diez años de noviazgo.

Al segundo tercio entraba Lucia. Venía para relevar a Carlos. Él se iba a cenar y a duchar tranquilamente. Al menos se recreaba una hora y media. Lucía lucía un moreno de medio verano. Su tripita de tres meses en cinta. Dio un beso a Carlos, dos besos a mi. Carlos me puso la tercera cerveza y se marchó. Lucía estaba perdida. Iba y venía de un lado para otro, haciendo cosas por hacer. Yo mantuve mi lugar de cliente al comprobar que como amigo no funcionaba. Le pregunté:” ¿Te ocurre algo?”. Ella me respondió: “Nada que te importe”. Apuré la segunda cerveza y me abracé a la tercera.

¡Será por qué será, qué se yo! Aquella noche la mire de lejos. Un delicado vestido de tirantes naranja esculpía su cuerpo de embarazada. Sólo tres meses de embarazo pero… Sus pechos habían aumentado considerablemente, haciéndose fuertes a la gravedad. Su barriguita era como un reflejo en el agua con sus caderas, que aún habiéndose dilatado, eran perfectas para posar las manos al mirarla de frente. Sus piernas, dos, ambas llegaban al suelo. Ardía mi piel o mi deseo, todo me quemaba. Las manos me sudaban, el tercio estaba demasiado caliente, ¿cuanto tiempo llevaba sin beber, cuanto tiempo llevaba mirándola, contemplándola, admirándola? La barra estaba caliente, el ambiente del pub tenía una temperatura extrema, insufrible, insoportable, el oxígeno costaba de conseguir. Ella seguía tan impasible, tan indiferente, imperturbable. Sus movimientos eran precisos, calculados mientras fijaba su mirada y avanzaba hacia su objetivo. Quitándole el polvo a las botellas, limpiando el paño para pasárselo a la barra. Su respiración era una coreografía, en plena armonía con su ir y venir, con su actuar. De repente se le ocurrió jugar a los dardos. Justo en frente de mí. Sonaba de fondo Radio Futura con La vida en la frontera. Su pelo recogido con prisa por un palillo chino insertado en su melena, su figurita madura. Alzó su brazo derecho colocando la mano a la altura del hombro, tomó conciencia de su respiración, elevó su cadera derecha, inclinó su pierna izquierda y al lanzar, soltó el aire a la vez que cambiaba el gesto de sus piernas y caderas, pudiendo contemplar toda la geometría de sus pantorrillas en el movimiento, de sus pechos en la respiración. Asumió el fallo y repitió lanzamiento cometiendo idéntico error: El tercero acertó, por lo que sus pechos y su cara se alegraron. Se me acercó, bebió de mi tercio y me preguntó: - Juegas conmigo. Me aburro si juego sola. Yo le pedí que por favor me acercase otro tercio antes de comenzar a jugar. No esperaba eso de Lucía. Había confianza por supuesto, pero aquella noche dio un paso más. Lucía tomó mi mano para acompañarme hasta la línea desde donde se habían de lanzar los dardos. Me agarró por los hombros y colocó los tres dardos en mi mano derecha. Ahora te toca a ti -me dijo Lucía-. Nunca jamás jugué. ¿Qué tengo que hacer? -Pregunté-. Déjate llevar -Respondió ella-.

Jamás pensé que pudiese llegar a mirar, sentir, desear a Lucía como lo estaba haciendo aquella noche, al punto de tener que tomar distancias para que no sintiese toda la potencia de mi erección sobre su culo. Sudé toda una partida de dardos. Le pedí por favor que me pusiera otro tercio. Los primeros clientes no pudieron llegar en mejor momento. Yo sentado en mi esquina mientras Lucía me abría la cuarta cerveza. Unos cinco minutos después llegó Carlos.

Estaba anonadado, apocado, petrificado. Mi corazón latía de una manera incomprensible. Nueva para mí. Había momentos incluso en los que me olvidaba de respirar. No podía dejar de contemplar a Lucía, al punto de que Carlos para llamar mi atención me abrió en los morros el sexto de la noche. Delicioso néctar de los dioses deslizándose por mi garganta –hablé como para romper la tensión creada-; que bueno ser mortal y poder saborear estos momentos. Ya te veo –Respondió Carlos-.
Si mi séptimo tercio no me engañaba, éramos unas veinte personas en el pub. Fue entonces cuando Lucía se despidió de Carlos. De mí siempre se despedía poniendo la barra de por medio; pero esa noche salió fuera y caminó hacia mí, me dio dos besos e introdujo en mi bolsillo derecho su mano izquierda, abandonando algo en su interior. Pasó el tiempo, no sé cuanto tiempo estuve sin parpadear. Carlos me vino a preguntar:

- ¿Te vas a tomar otro?
- ¡Otro! Me tomaré otro.
- Esto es lo más frío que lo tengo.
- Suficiente.
- Vigila la barra un momento que voy a buscar hielo. Lo digo por El Cuco y estos que han llegado con ganas de fiesta.
- ¡Venga!


Acto seguido vino a hablarme Nerea y no supe contestarle. Estaba parado. De repente el móvil recibió un mensaje y si él saltó y vibró, aún más salté y vibré yo del susto. Era Lucía, “¿Sabes dónde vivo?”. Sin dudarlo metí mi mano en el bolsillo y reconocí dos preservativos. Nerea jugó a agarrar mi mano para que no pudiera sacarla del bolsillo, mientras su mirada y sus labios buscaban mi mirada y mis labios. En un tira y afloja se dejó caer sobre mí y tras saborear mi oreja, la mordió y me susurró: -Acompáñame. Cuando Carlos entró por la puerta pude ver en su cara la sonrisa que le provocaba verme con Nerea, ya nos conocía a esas horas. Yo no más que por inercia al estirarme del cinturón, y por matar la mosca cojonera que Carlos tenía detrás de la oreja; acepté acompañarla. No era la primera vez, digamos que Nerea no era una chica innovadora.

Entramos en el ascensor y subimos a la última planta. Es una amplia terraza, diáfana, sólo la garita para la estructura del ascensor. La mitad de la terraza estaba cubierta. La familia de Carlos son de los que aún tienden los trapos al sol; las sábanas de las camas del Hotel, los blancos manteles de las mesas del Restaurante. Nerea salía ya del ascensor sin camisa ni sujetador, ella solita se las quitaba. Al abrirse la puerta salía corriendo para esconderse entre los trapos tendidos. Pero esa noche no tenía ganas de jugar al escondite. Me quedé mirando las estrellas sin poder dejar de pensar en Lucía. Nerea cansada de esperar salió de su escondite a buscarme. Un segundo mensaje reventó el silencio y la calma de la noche. “¿Cuántos tercios llevas ya?”- otra vez Lucía-. ¿Qué solicitado estás esta noche? –Dijo Nerea antes de besarme-. Después se arrodilló, con un gesto venció mi cinturón, con otro todos los botones, al tercer pasó ya no había pantalón, metió sus manos por debajo de mis calzoncillos apretando con firmeza mi culo mientras devoraba con prudente delicadeza por encima de mi ropa, todos los lugares de mi cuerpo por donde llegaba sin levantar las rodillas del suelo. Sus manos pasaron de atrás a delante para terminar bajándome los calzoncillos. Levantó mi verga con la punta de su lengua y cuando estuvo en su máximo esplendor comenzó a morderla, primero con los labios, luego dulcemente con los dientes. Recogió en sus manos mis güevos a modo de bolas de energía; siempre que nos encontrábamos en esta situación me interrumpía la felación para decirme: -“¡Jamás he visto unos huevos más grandes que los tuyos!”. No se qué me dio. Le cogí sus brazos y se los crucé por la espalda en un intento de trabar sus manos con la gomilla de sus bragas y de su falda. Recogí del suelo su rebeca de verano y la até por encima de sus codos para apegar sus brazos a su cuerpo. Quité el cinturón de mis pantalones para rodearlo por su cuello a modo de collar y correa para perros, tiré del extremo con autoridad para que se levantase y comenzase a andar. Entre el pliegue de una blanca sábana tendida bajo la luna llena la obligué a arrodillarse con otro tirón de cinturón. Con ambas manos busqué su nuca agarrándola por el pelo y reposé mi glande en su lengua. Comencé a mover mis caderas a la vez que con mis manos marcaba el ritmo con su cabeza. Cada vez con más fuerza, mayor intensidad. Nerea me miraba con un gesto entre pánico y placer; vergüenza y lujuria, sumisión e ira. Ella en ningún momento se sintió ofendida ni detuvo mis acciones, tenía mi polla en su boca, le hubiese resultado fácil, sólo apretando los dientes. Solté su pelo de mis manos y ella continuó chupando como si la vida le fuera en ello, como una lactante hambrienta. Recorriendo y reconociendo con la punta de su lengua toda la forma de mi capullo. La volví agarrar por el pelo para apartarla, quería descargar sobre su pecho. Aparté su cara sin perder su mirada y al soltar su pelo cayó jadeante al suelo. Se incorporó sin darme tiempo a subirme la ropa volviéndosela a meter toda entera en su boca aún sin querer liberar sus brazos. Cuando recuperé el aliento retiré a Nerea abandonándola en la terraza sin ninguna explicación. Ella debió pensar que bajaba a por unas copas y un porro, como siempre, pero esta vez no fue así. Entré de nuevo al pub. Apuré mi octavo tercio. Pagué mi deuda. Me despedí de Carlos.

Sin dudarlo cogí camino casa de Lucía. Ella también era del barrio. Habíamos crecido todos juntos. Lucía también gritó en nuestro intento de salvar El Matadero. Siempre fue, ha sido y será la más guapa del barrio. La niña de nuestros ojos. Ella eligió a Carlos. Llevaban juntos desde los catorce años. Seguían viviendo en la misma calle, cerca de sus familias, con los vecinos de siempre. Cuando llegué a la puerta, comprobé que estaba entornada, solo tuve que empujar. Cerré la puerta y Lucía apareció al fondo del pasillo. Avanzaba descalza mirándome fijamente. Yo parecía nuevo en el oficio. En otra circunstancia; una mujer casada que te espera en casa, no hubiera dudado en desgarrarle las vestiduras a lo largo del pasillo, levantarla por las caderas para sentarla en la mesa del comedor, abrirle las piernas y meterme entre ellas, mientras mis manos hambrientas devoran sus pechos y desgranan sus pezones, mi boca en su boca, jugando con sus labios y su lengua, hasta que el milagro de la humedad enterneciera sus carnes volviéndolas sensibles y trémulas a cualquier caricia o gesto de sumisión o posesión a la que se sometiese después. Pero era Lucía, la mujer de Carlos. Embarazada de tres meses. Había gritado con nosotros el “No nos moverán” mientras intentábamos impedir la demolición de El Matadero. Carlos y yo llevábamos tres largos meses barajando un nombre para el retoño. Me ofreció ser el padrino del primogénito y acepté. Lucía estaba ahora frente a mí, como un presente. Puso en mi cara sus manos y comenzó a besarme, sus caricias a recorrer mi cuerpo, despertando cada centímetro de mi ser excepto mis manos que aún estaban paradas sobre sus caderas. No sabía como actuar. Estaba ante dos realidades frente a frente. Por un lado deseaba levantarle el vestido, apartarle las bragas y poseerla contra la pared, mientras ella descubría sus pechos y me los ofrecía en bandeja de plata, sin dejar de lamer, besar, chupar mi cuello y mi cara. Del otro deseaba que una fuerza mayor interrumpiera todo esto, aunque fuese el mismo Carlos entrando por la puerta, o la misma tierra tragándome entero.

Mi mente volvió a quedarse en blanco cuando Lucía comenzó a abrir los botones de mi pantalón uno a uno. Su mano izquierda por debajo de mis calzoncillos, comenzó a acariciarme todo el sexo. De los güevos pasó a la verga, dibujando espirales con la punta de su dedo corazón por mi capullo. En ese momento mi movimiento más constante era el parpadeo, o como me dijo ella: “Al menos respiras”. Cuando Lucía poco a poco se fue arrodillando quise que me tragara la tierra, y ella fue y se me comió la polla entera mientras me desnudaba por completo de cintura para abajo. No sé el tiempo que pudo estar recreándose con mi prepucio, pero se detuvo. Recogió todo cuanto había por el suelo, me agarró del pecho por la camiseta, me llevó a la habitación, terminó de desnudarme, escondió todo con mesura bajo la cama y me tumbó en ella, se dejó el vestido, se quitó las bragas y dulcemente se acomodó sobre mi verga, me abrazó como para formar un solo cuerpo y de un solo gesto, la penetré, sin quererlo. Cuando me supe dentro, me dejé llevar por el ritmo de sus caricias y sus caderas, un minuto más tarde comencé a improvisar, tres besos después, estábamos jugando sobre las sábanas blancas.

La primera parte fue corta. Yo venía muy caliente de con Nerea y con Lucía… Aquello me sobrepasaba. Besos, caricias, cigarrillo y Lucía propuso un baño. Pusimos la ducha y bajo el agua nos comimos a besos hasta que la bañera se llenó. Era amplia, como para estar holgados dos personas. Nutrimos el agua de aromas y aceites. Recosté tranquilamente a Lucía en la bañera y le comí toda la vulva. Mi lengua comenzó a dibujar todo su relieve, acariciando su contorno, lamiendo y besando sus ingles. Mis dedos desmenuzaban dulcemente sus pezones como terrones de azúcar tierna que emergían a la superficie. El agua comenzó a enfriarse y la volvimos a llevar a la ebullición con el único roce de nuestros cuerpos. Renovados, desnudos, mojados, retozamos nuevamente entre las sábanas.

Lucía decidió cambiar las sábanas de la cama, no podría justificar eso ante Carlos. Justo en ese paréntesis giró la llave en la cerradura y se abrió la puerta. Lucía sin perder los nervios me dijo que me metiera debajo de la cama. Que no me fuese. Lo tenía todo pensado. Había tendido una manta bajo la cama con un cojín. Carlos entró en la habitación, dio un beso en la frente a Lucía y dijo. “Estoy muy cansado, voy a dormir. Tengo que levantarme dentro de cuatro horas para preparar el Restaurante”. Yo estuve despierto todo el tiempo por miedo a hablar en sueños y ser descubierto. Me tranquilizaba acariciar la mano de Lucía debajo de la cama, hasta que se quedó dormida.

Cuando sonó el despertador, Carlos se levantó de un salto, se dio una ducha rápida y se fue al Restaurante. Lucía aún dormía. Yo, estiré mi cuerpo agarrotado por la incomoda postura, fui a la cocina y preparé el desayuno; café, tostadas mixtas, creppes, zumo de naranja y un kiwi partido pos la mitad. Preparé la mesa en el salón, justo al terminar, Lucía entraba por la puerta frotándose los ojos, se me acercó, me abrazó dejándose caer en mis brazos, me dio un beso en el cuello dándome los buenos días y nos sentamos a comer. Cuando el desayuno no dio para más, ella se levantó para preparar otro baño reponedor, esta vez burbujeante. La acción efervescente que recibía el cuerpo, las sales reconfortantes y la aromaterapia de los aceites hidratantes-estimulantes. El baño nos dejó pletóricos, recargados de energía vital y nos propusimos gastarla, compartirla, derrocharla, disfrutarla por cada una de las habitaciones y mobiliario de la casa. Lucía aunque estaba embarazada dibujaba figuras sorprendentes, adoptando formas de máxima penetración, ritmos majestuosos, miradas, caricias, suspiros, gemidos, placer, calor humano, dar, recibir, sentir, estimular… Nos Volvió a dar hambre, y la cocina fue una fiesta de frutas y salsas. Formas y maneras de comerse una fruta pelada. Embadurnando cualquier parte del cuerpo para después lamerla.

El reloj de la habitación marcaba las ocho de la tarde cuando apagué el cigarrillo. Dentro de media hora Carlos abriría el pub. Sin hacer drama alguno en la despedida, Lucía me besó en los labios y esperó hasta que bajé el tiro de escalera. Pasé por casa, me cambié de ropa llegué a la puerta de Disco-pub El Aro justo cuando Carlos estaba abriendo, como todos los días. Ocupé mi rincón. Carlos me puso el primer tercio helado de la noche, y mientras él abría el suyo le dije: “El Matadero. Le tenías que haber puesto El Matadero”.

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