28 enero, 2009

LA HADA DE LAS FLORES

Capítulo 1: Aquí y Allí.

El mundo era un caos. Todo sucumbía a la tristeza, al miedo, a las sombras. El azufre superaba al oxígeno y todo tenía un tono amarillento en su reflejo. Los días despertaban en llamas, dolor y llanto. La noche encendía su cielo de luces aterradoras que incendiaban todo cuanto tocaban. En conjunto, todo se sumergía en un estruendo, devastando los lugares a golpe de gritos y puños. Las balas silbaban y superaban en su carrera al viento, y la sangre llegaba y manchaba los ríos. Todo nacía en furia y moría iracundo. Así giraba el mundo.

Al norte de todo esto, un verde bosque desflorecía con el ir de los días. Toda magia y fantasía que quedaba en este mundo vivía en aquel rincón. Era el único lugar de aquellas tierras que no agonizaba en el gris de la ceniza. En este tiempo vil, nació nuestra hada de las flores. Nadie conocía a nadie, desconfiaban los unos de los otros, los Duendes, Gnomos, las Hadas, los oscuros Carabans, los insignificantes Melintros, los altos Fijarros casi como torres, incluso los pacíficos Dorrums dormían nerviosos. La mañana que alumbró a Tashada, nuestra hada de las flores, el bosque entero estremeció al recibir la noticia. Tashada nació con la marca de las estrellas en su muslo derecho, cinco puntas como cinco sentidos, como cinco dedos, como cinco dioses, Berrón el Dios del Viento, Dara la Diosa del Agua, Madre la Diosa Tierra, Gorac Dios de los infiernos y las Llamas, y Uno, Dios de Todos.

Magana, la hada de los ojos de agua, reconoció su marca en Tashada, y Egur el viejo que provoca al fuego, Noa la mujer que escuchaba temblar la tierra y Murum el guerrero más fuerte también reconoció la marca del viento en Tashada. El único en desconcierto era Tércom, El más anciano. Decía ser imposible que una mujer pudiera portar la marca. Ese era destino para un guerrero, no para un hada. El silencio desapareció en segundos, y sin ningún respeto ni moderación, todos los que asistieron a aquella reunión comenzaron a dar su opinión. Había quien apoyaba a Tércom, pero otros opinaban que aquello no era razón para negar al destino. Lo que comenzó siendo una anunciación de la llegada del salvador, se convirtió en una disputa, en una contienda de razones y opiniones, generando por cada palabra pronunciada un desbarajuste aún mayor. Tashada no entendía tal anarquía, y menos aún parecer ser la culpable de todo aquello. ¿Por qué el mundo debía ser salvado? ¿De qué? El Bosque era tranquilo, la vida era divertida en el Bosque. Dónde estaba el problema. Comenzó a elevarse para intentar pensar fuera de tanto alboroto. Superó los árboles más altos del bosque y cuando alzó la mirada al horizonte, no podía creer lo que veían sus ojos, el bosque no era infinito como pensaba. Era un puntito verde en medio de la nada. Por que no había nada, ni formas, ni colores. Una inmensa extensión de tierra llana en apariencia pero plena de oquedades, de impactos infernales, mas era vacía, de todo que no fuese tierra baldía y yerma, de cualquier intención de vida.

Tashada se quedó mirando aquel desconsuelo por unos segundos, dudó que dirección tomar, decidió seguir al sol para ser más consciente de la luz que le quedaba. Necesitaba un lugar donde pasar la noche. Una soledad eterna y continua, sólo el viento desvanecía el silencio. El sol se perdió por el horizonte y las sombras le ganaron las espaldas, al no encontrar refugio alguno, continuó avanzando, guiándose con las escasas estrellas que se podían adivinar en el firmamento. Ni el paisaje ni el horizonte cambiaba. Agotada, tomó reposo posándose en el suelo. Era caliente el hedor que rezumaba la tierra. Insoportable. Una nausea hedionda hacía angustiosa la respiración, y a grandes bocanadas para conseguir el máximo oxigeno posible, masticaba el ambiente impuro de aquella fétida emanación, haciendo que su recuperación fuese más repugnante que alentadora.

El amanecer trajo una delgada línea sobre el horizonte, a medía mañana el grosor era considerable. Con el atardecer del siguiente día descubrió una metrópolis, bordeando las orillas de un gigantesco y extraordinario lago. Era refugio, parecía ser, de cuanta vida quedaba sobre la tierra. Los edificios rodeaban, el lago y la ridícula vegetación que quedaba, a modo de fortaleza. Un soldado, enfurecido y armado con munición suficiente como para hacerse fuerte ante un ejército, custodiaba cada terrazón, atento de toda sombra que pudiera aparecer por cualquier horizonte. Tashada era tan pequeña, que pasó desapercibida ante los despiertos ojos de los vigilantes, hasta posarse sobre la rama de un árbol y confundirse en su follaje. Las hojas estaban húmedas y pudo aplacar su sed. Con el ocaso, todos los animalillos volvieron al amparo y abrigo de la vegetación del parque. Pájaros y pequeños roedores, reptiles, insectos, las flores se cerraban arropando el calor que les procuró el día.

Todos se sorprendieron cuando Tashada comenzó a hablar. Nunca habían visto un ser tan extraño como interesante. La anciana tortuga del estanque explicó la situación a nuestra hada de las flores.

Ya sólo quedan dos pueblos en el mundo. El de Aquí y el de Allí. Este que contemplas es el de Aquí. El otro, el lejano, es muy parecido. Son las únicas fuentes de agua dulce que existen. Es tanta la distancia que los separa que ya no invierten en batallas. Luchan por mantener lo poco que les queda. El agua y la fértil tierra. Hay quien también habla de que… perdido de todo, también late vivo un pequeño lugar mágico, donde el agua aún corre libre, a su cauce. ¿Es de ahí de dónde vienes? –Preguntó la Tortuga-.
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