09 septiembre, 2008

FÁBULA SIN MORALEJA

LA LIEBRE, LA TORTUGA Y LA ZORRA

Una mamá liebre y sus cinco lebratos disfrutaban de una mañana de primavera en la puerta de su madriguera. El viento trajo el olor de una zorra que merodeaba por los alrededores. La liebre se puso en guardia y sus lebratos la imitaron, quedando quietos todos como si de una coreografía ensayada se tratase. La segunda ráfaga de viento no sólo portaba olores sino también sonidos; el crujir de hojas secas hizo adivinar a la mamá Liebre la proximidad de la zorra, ordenó con un gesto a sus hijos que entrasen en la madriguera y después de que pasase el último, salió disparada como una flecha recién lanzada en dirección a la zorra llamando su atención con una torpe carrera. La zorra no lo dudó un instante y se dispuso a perseguirla, la liebre mantenía las distancias haciendo contemplar la posibilidad de que le dieran alcance, con la intención de alejar cuanto más a la zorra de su madriguera. Cuando decidió que ya era suficiente, comenzó a aumentar su velocidad, a serpentear entre los árboles, saltando arbustos, atravesando zarzas, hasta reventar en un sprint fugaz desapareciendo, como por arte de magia, en la espesura del bosque. La zorra decidió detener su carrera y emplear la energía que le quedaba para cazar ratones u otros animalillos que dieran menos guerra. La liebre aún seguía corriendo y corriendo, dejando su rastro en árboles, arbustos, piedras y con todo cuanto se rozaba, subió la ladera de la montaña, giró a la izquierda la liebre, quebró más de cuatro matojos, serpenteó entre un campo de pinos, y estando totalmente segura de haber alejado a la zorra de sus gazapos, explosionó en un último esprint ladera abajo, con la mirada fija en su madriguera, para poder tranquilizar a sus hijos cuanto antes.

Una tortuga que caminaba pacientemente, como quien dispone de tiempo, quedó parada y boquiabierta al ver como una liebre venía como un rayo a su entrecejo y no podía hacer nada para evitar el impacto inminente. ¡BOOM! La tortuga no tuvo tiempo ni para resguardarse en su caparazón cuando la liebre arrasó con ella. Rodaron juntas unos treinta metros ladera abajo. El robusto tronco de un pino les impidió continuar la marcha. La liebre quedó a un salto de la entrada de su madriguera, pero al verse erguida y a la tortuga de espaldas se encaró con ella, descargando todo cuanto había contenido de su acción anterior. De su boca no paraban de salir insultos, improperios, maldiciones, fuego y espinas escupía por su boca la liebre, cuando se calmó la tortuga comenzó a defenderse: “- Yo no tengo la culpa de nada, ni por boba ni por lenta. Has caído sobre mí como un disparo. ¿Sabes lo que supone para mí llegar al punto donde hemos chocado? ¡Me llevará toda la tarde? Hace ya una semana que salí de mi casa sólo para tomar un poco de hierva, cuando un hombre me cogió y me lanzó como a una piedra, con tan mala suerte para mi que pudo localizarme. La segunda vez fue una patada, después utilizó una rama para lanzarme mucho más lejos de un solo golpe, caigo al río donde más rápida es la corriente, he llegado hasta los arrozales. Una semana de camino. Y ahora tú me vienes con estas pamplinas”. La liebre aún más irguió todo su cuerpo hasta la punta de sus orejas, para mirar como una gigantesca bestia a la desamparada tortuga que pataleaba al aire por estar panza arriba. Estúpida tortuga –contestó la Liebre-. Vas a comparar tu historia con la mía, que he ofrecido mi vida a una zorra hambrienta a expensas de dejar cinco hijos huérfanos. Cómo pudo un animal tan tonto ganar nada y mucho menos una carrera.
La tortuga, haciendo acopio de su sabiduría para la calma y el convencimiento, enredó a la Liebre para que la retase una carrera imponiendo incluso dos condiciones, aunque no estuviera en situación de exigir pero la liebre no lo dudó. Ayudó a la tortuga a colocarse sobre sus cuatro patas y salió corriendo hacia el viejo roble de la cima que era, la morada de la tortuga y el punto de encuentro para la carrera. La tortuga dejó muy claro que si la liebre no estaba allí cuando ella llegase, habrían perdido por segunda vez las liebres frente las tortugas. En no más de tres saltos, la liebre desapareció de la vista de la tortuga que comenzó a dar sus primeros pasos.

Unos gemidos provenían de detrás de unos arbustos que no dejaban de tremular. La tortuga se acercó curiosa y pudo ver como una zorra estaba acabando con la vida de cinco lebratos jóvenes, le hizo frente a la zorra y se ocultó en su caparazón guardando un sitio para cuantos se quisieran meter. Tan sólo uno saltó dentro, quedando al cobijo del caparazón, junto a la tortuga hasta que todo quedó en silencio. Cuando la tortuga comprobó que el peligro había pasado sacó fuera al lebrato, que exhausto quedó dormido en sus brazos. Ella lo colocó sobre su caparazón y comenzó a subir la ladera de la montaña hacia el viejo roble. No tomó aliento hasta llegar al límite de la carretera. Al cruzar en frente, vio el cuerpo de la liebre abatido, posiblemente, por el parachoques de un coche. Aún más cuidado puso en sus pasos para que el pequeño no despertase y contemplase aquella fotografía de su madre. Ahora más calmada, sin la prisa por llegar, comenzó a pensar qué debía hacer con la pequeña liebre. Cuando estuvo en el calor del hogar, el pequeño despertó y comenzó a dar saltos a su alrededor. La tortuga se convirtió en su mamá y se ocupó de su educación, pero como esta nada sabía de liebres decidió criarla como una verdadera tortuga.

Nuestro pequeño se hizo mayor y con el tiempo murió ese azogue en su sangre, su espíritu encontró la calma y la liebre no se movía ni vivía como una liebre sino como una tortuga. Caminaba lentamente sobre sus dos patas traseras, con las orejas caídas y el gesto serio, apagado. Vagaba de un sitio a otro, sin sentido, arrastrando una triste sombra. La tortuga un buen día se sentó junto a la liebre y le contó todo el episodio, devolviendo aquellas imágenes a la memoria de la liebre.
No pasó ni una semana desde aquella conversación; y en la morada del viejo roble, descansaba en su sofá una liebre, con los pies abrigados del frío por una piel curtida de zorra, mientras reposaba un té caliente, sobre un caparazón de tortuga que le hacía de mesa.

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