04 septiembre, 2008

JUEGO DE CALLE

Todo empezó el mes pasado. En el taller de teatro al cual asisto desde hace seis meses. Murón, el profesor de teatro, propuso que saliésemos a la calle a interaccionar con la gente de una manera anónima, no era la primera vez que hacíamos esto, pero esta vez había un pequeño matiz. El personaje debería ser capaz de dejar huella en todas aquellas personas con las que interaccionase. A mi compañero Patricio y a mí nos pareció buena la idea de conseguir un par de pistolas falsas pero imposibles de distinguirlas de una verdadera. Nos fuimos a una armería y compramos dos pistolas de bolines de p.v.c. (A peso y a tacto eran perfectamente creíbles).

Se supone que éramos dos asesinos a sueldo. Debíamos escoger al azar una persona, intimidarla con las pistolas y alejarlo hasta donde nadie nos pudiera ver. Patricio era quien sacaba el revolver primero. Se la dejaba ver un segundo y le pedía que nos acompañara. Yo permanecía siempre con las manos metidas en los bolsillos. Ambos íbamos a cara descubierta, sin maquillaje, gafas de sol o disfraz alguno. Cuando llegábamos al callejón más cercano, o al descampado que hay a las afueras de la ciudad, en el polígono norte; hubo veces que introdujimos al individuo dentro del maletero del coche de Patricio para hacer el caso más real aún si cabe, Patricio los hacía arrodillar, era entonces cuando yo caminaba hasta su frente, sacaba mi revolver y al introducírselo en la boca, lo miraba a los ojos. Ahí es cuando venía el acto final. Cuando yo me disculpaba por la confusión, volvía a esconderme el revolver en el bolsillo y les hacía colocarse boca abajo mientras nosotros nos íbamos. Abandonándolos, fuere donde fuere y quién fuere. Nuestra intención era el intento de cambiarles la vida a un tipo determinado de personas, que si bien a nosotros nos olvidaban, aquel día no se les olvidase en su vida, como si un Dios misericordioso les concediese otra oportunidad. Elegíamos a individuos grises, de mirada apagada, de rostro sin luz ni ilusión, de gesto congelado, de sonrisa dibujada, gente que a nuestro juicio merecían cambiar de vida, o al menos, tener un punto de inflexión en ella, pues la que llevaban era tan triste como la de un pez de piscifactoría. Era de lo más curioso ver el poder de convicción que puede tener una acción dentro de un contexto premeditado y jugado. Las formas y maneras de suplicar clemencia; una mujer me llegó a bajar la bragueta de mis pantalones y me la “sopló”, y yo esperé hasta el final para continuar el ejercicio. Algunos no sólo se meaban encima, incluso se cagaban en los pantalones literalmente. Sacábamos el verdadero animal que uno lleva dentro. Después de ese punto hay una búsqueda hacia la persona. Volver a nacer pero con experiencia. No alcanzo a explicarle de otra manera el fin del ejercicio.

Ayer, al terminar la clase de teatro del profesor Murón, Nos cruzamos con un señor, tembló tanto al pasar entre nosotros que Patricio y yo nos miramos al los ojos; se nos llenaron de miedo. Nos temblaban las piernas como vara cuando encuentra agua bajo la tierra. No lo dudamos. Incluso los dos lo vimos claro. Patricio se había metido la mano en el bolsillo para buscar las llaves del coche y el tipo debió pensar que buscaba navaja, o algo para intimidarlo. Pensó con ese gesto que íbamos a por él. Patricio sólo le tocó el hombro, el tipo se giró ya con la pistola en la mano y disparó, matando en el acto a Patricio. Yo por instinto saqué la mía y se la puse en la sien. Le pregunté por qué llevaba pistola, fue entonces cuando me dijo que era joyero y que por eso llevaba. Me la entregó, se la introduje en la boca y disparé esparciendo sus sesos por todo el callejón.
Esta es mi carta de confesión. Ahora estoy en la cornisa del piso quince del edificio Nueva Esperanza. Me voy a arrojar al vacío para descansar en paz.

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