31 enero, 2010

TIEMPO UNO

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Algo más fuerte que yo insistía en que no debía subirme al avión aquella noche hacia Buenos Aires.

Jamás nunca en mi vida había visto un aeropuerto tan grande como el de Barajas. Jamás había visto un aeropuerto. Mi ignorancia había provocado la posibilidad de no poder ingresar en Montevideo, mi primer destino, porque no había adquirido un billete con fecha de regreso, y por eso no me querían dejar subir al avión, los interesados en el asunto, aquella noche. Todo lo soluciona hacer una reserva. La hice. Pude subir al avión. Mi compañera de vuelo no se callaba ni debajo del agua. No dejó de hablar desde que tomé asiento a su lado; su novio español vino a despedirla aquella noche después de pasar un mes y medio inimaginable e increíble en Mallorca. Él pagó los boletos, y, foto a foto me fue describiendo día a día todos los amaneceres, atardeceres y ocasos que se sucedieron sobre las playas mallorquinas desde el quince de agosto hasta el dos de octubre. El capitán del avión abortó su primer despegue alegando que las condiciones del aparato no eran favorables. De repente, cada y uno de los pasajeros comenzó a escuchar un “ruidito” en el sonido del motor del avión que nunca antes en todos sus anteriores vuelos hubo escuchado. La mujer sentada a mi lado comenzó a ponerse histérica. Le pedí que por favor se tranquilizara, pero ella no entraba en razón. Imploraba, requería que la bajasen del avión de inmediato. Cuando a la mujer le pidieron explicaciones, cayó en sollozos y puchereos infantiles. El avión regresó a su dársena, después volvió a salir a pista e hizo el despegue sigiloso y silencioso. Me dormí profundamente hasta que me amaneció en el mismo cielo, a la altura de las nubes. Aterricé en Montevideo, en la aduana, me tuve que desprender de mi mechero de gas azul, me lo requisó el policía militar armado con una cara de orto y una ametralladora. Qué podría hacer yo con un mechero en Uruguay. Cuando pasaron lista para el trasbordo al otro avión que nos llevaría a Buenos Aires, no me nombraron. Mi equipaje si aparecía, pero mi nombre no rezaba en aquella lista. Tuve que esperar más de cuatro horas sentado a que solucionaran el entuerto. Me pareció mucho más relajado que esperar en Barajas con la incertidumbre de si me dejarían subir o no al avión, y cuando me disponía a llegar a la puerta treinta y nueve U, a sólo quince minutos del embarque, descubrí que no sólo los pasillos eran interminables, sino de que también debía tomar un tren subterráneo que me llevaría hasta la dársena de mi avión. Cuando por fin llegué sin aliento a la puerta de embarque, justo anunciaban mi nombre y mi asiento. En Montevideo, dos empleados del aeropuerto cuchicheaban lo sucedido con mi nombre y mi mochila, me acerqué a ellos para presentarme, me hicieron subir de inmediato a un autobús, el cual me acercaría hasta las escaleras de embarque del avión que me llevaría a Buenos Aires. Desde que pisé Buenos Aires un miercoles a la tarde, ningún viernes dejó de llover.

El primer viernes actuaba en Guapachoza. Una casa cultural del barrio del Abastos. A causa del temporal, tuve sólo quince doce espectadores.
(Continuará).

Siete horas después de lo previsto, llegué a la calle España en el barrio de Olivos, donde se me estaba esperando. Conocí a Lia, un martes a la noche en La Cueva Del Gato.

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