09 diciembre, 2008

LA MISMÍSIMA MUERTE

Busqué un lugar tranquilo para morir, y como no podía volver al vientre de mi madre, mis últimos momentos los dediqué a buscar el lugar más parecido a este.

En las profundidades de las cuevas y las cavernas, el frío hacia la espera insufrible. Recorrí las islas buscando esa sensación de movimiento, pero mis huesos pesaban tanto que en cualquier lugar tocaban suelo y quedaba quieto. No desesperé ni abandoné mi misión. El mundo era demasiado grande como para que no hubiese en él un lugar de tales características. Subí a las montañas, descendí a los infiernos y en ninguno de ellos mi sueño era plácido. Tuve momentos de desesperación, de desencanto, como si todo mi ser se precipitara por un abismo sin fin. Lloré más de un día, por la impotencia y la rabia que me provocaba pensar en lo inútil de mis acciones; que de tanto buscar, un buen día muriese de agotamiento en cualquier camino, sentado en una roca, o bajo la sombra de ningún árbol. Saqué fuerzas de donde no las había, grité a mi sangre y a mi aliento animé a seguir, a no desfallecer, y en cada sol que nacía pensaba estar un poco más cerca de mi destino.

Decidido a intentarlo todo, pregunté a la gente si conocían un lugar parecido al que yo les describía, nadie me supo contestar. Hubo quién me dijo que no existía en el mundo un lugar así, al menos en este que conocemos. No lo quise creer. Estaba convencido que el día menos pensado daría con él. Empeñado en mi búsqueda, decidí abrir todos mis sentidos como receptores de señales con la intención de dar con algún indicio sobre aquél lugar, y me senté a esperar que el mundo en su giro lo trajera hasta mis manos. Pero me cansé de la espera por miedo a morirme en aquel lugar. Quise saber entonces de los lugares donde otras personas elegían para morir. No todos tenían la oportunidad de elección.

Pude ver de todo, desde gente que morían en sus camas, otros en las calles, o en sus autos, incluso a otros les obligaban a morir en los campos de batalla, allí había millones y todos jóvenes. Morían asfixiados, ahogados, desangrados, desnutridos, desesperados, iracundos, encolerizados, derrotados. Nadie moría por el placer de morir. Tan sólo tres personas. La primera, recogió toda su casa, ordenándola de una manera escrupulosa, se aseó y se acicaló, se puso su pijama, se metió en la cama y se durmió abrazado a la almohada para jamás nunca despertar. El segundo, se asomó por la ventana y al ver el día, decidió que ese era perfecto, lo tachó en su calendario y se fue al puerto, se subió a su barco y se hizo a la mar, cuando por fin no divisaba tierra por ningún frente de su barco, perforó el casco de este varias veces y se hundió con él. El tercero se arrojó desnudo a las entrañas de un volcán despierto.

Una sensación extraña y superior a mí me hizo sentar a la orilla de un río. Miré durante un largo tiempo mi reflejo en el agua. En ese instante comprendí que no quedaba en el mundo ni un solo rincón que no hubiera visitado, que no hubiese visto. Tenían razón aquellos que me advirtieron de que jamás encontraría un lugar así, y entonces, sólo entonces aquel lugar fue perfecto. Lo sentí en mis entrañas; una paz, un sosiego, una solaz calma me embriagó los “por dentros”. Me puse en pie, miré por última vez al cielo y me despedí del mundo entero. Seguramente se me echará en falta, pero nadie es necesario, y mucho menos imprescindible (en estos tiempos que corren). Seguro que no tardan en encontrar sustituto. Me quité entonces la capucha que me ensombrece el rostro, junto con la túnica negra, las colgué en una rama, apoyé la guadaña en el tronco del árbol y me tumbé sobre la hierba para mi último suspiro.

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1 comentario:

Unknown dijo...

Me encantan tus relatos, ante todo este y también el de Preciosa y Delicado. Eres muy buen escritor. Espero que pronto podré comprarme un libro tuyo.
Zuzana