30 noviembre, 2008

PRECIOSA Y DELICADO

Preciosa era la chica más hermosa, más linda, más bella que pudiera vivir en aquella ciudad. Sus ojos eran de un verde oceánico y, al igual que la luz del día cambiaba, sus ojos se tornaban de todos los colores del mar. Su pelo era negro como una sombra pacífica, su piel morena y salvaje, sus labios rojos de puro fuego. Alta, esbelta, exuberante, los pies menudos, como las princesas de los cuentos, y su sonrisa iluminaba y contagiaba a todos cuantos la miraban. Parecía que unas manos expertas y artesanas de alfarero la hubieran hecho dulcemente, para después romper el molde y que no hubiera dos iguales en el mundo. De una felicidad generosa y una simpatía esplendida.
Compartía habitación con Delicado desde pequeños, aunque no sería hasta los quince años, cuando Preciosa se fijase en él. Hasta entonces Delicado era un compañero más en la vida de Preciosa. Hablaban lo justo e intimaban lo necesario, pero un buen día, Delicado fue entrando más y más en la vida de Preciosa, en sus decisiones. Ella no lo veía tan inútil, no se burlaba de él. Le dedicaba sonrisas, miradas, palabras y un buen día se desnudó delante de él. El amor y el deseo de estar con Delicado era tan fuerte que nada más despertar Preciosa de su sueño, iba a buscarlo allá a su rincón y con un gran beso le daba los buenos días. Le pedía consejos a la hora de vestirse, de peinarse, moverse, caminar, respirar, mirar, sonreír, y así Preciosa comenzaba feliz el nuevo día.

Delicado no podía salir de la habitación, era tan frágil que el más insignificante de los golpes podría romperlo en mil pedazos, por eso jamás nunca salió a la calle, siempre permanecía en la habitación. Cuando Preciosa llegaba del colegio, antes que nada iba a ver a Delicado para contarle como le había ido la jornada; sus problemas, sus inquietudes, sus pasiones, llegando a convertirse en su confesor. Preciosa no daba un paso o tomaba una decisión sin antes consultarlo con Delicado, hasta siempre obtener su beneplácito. Tanto era el tiempo que Preciosa pasaba con Delicado que se le iban los días enteros sin salir a la calle, perdió la confianza y dependía tanto de los consejos de este que llegó incluso a ignorar la luz del sol.

Preciosa anotó una frase en su diario: “Si no tienes imagen, no eres nadie”. Comenzó a culparse y a juzgarse; se reprochaba de no saber caminar, combinar la ropa, se recriminaba tanto que incluso comenzó a mirarse con falsos ojos; se veía tan fea que pasaba las tardes llorando sin cesar por el aspecto que tenía, negando y maldiciendo su aspecto, su físico, sin conseguir verse y considerarse más que un ser horripilante, un esperpento de la sociedad.

“Odio a la gente que me mira y que me juzga sin conocerme. Sólo tú me entiendes y me comprendes, me escuchas y me consuelas, por eso jamás saldré de la habitación. –Decía Preciosa a Delicado-. Me encerraré contigo para siempre”. Y así lo hizo. Pasó el tiempo y Preciosa cada día era un poco menos preciosa. Su cabello perdió el brillo y se volvió grasiento, su piel era tan blanca, su sangre tan azul, tan malvas sus ojeras, apenas había más que pellejo sobre sus huesos, dejó de comer porque no aguantaba dejar de respirar. Pasó meses encerrada en su habitación, o en su casa, pero en ningún caso salía a la calle. No se relacionaba con amigos y prefería estar sola a estar con su familia. Deliraba. Tan apagada y débil estaba que no alcanzaba a conseguir fuerzas para levantarse de la cama.

Un buen día, Delicado le escupió la verdad a la cara. . Se sentó sobre la revuelta cama y se quedó mirando fijamente a Delicado, “¿Qué hora será?” -se preguntó Preciosa-. No había ni un solo reloj en la habitación, por eso decidió subir las persianas y abrir las ventanas par ver la luz que tenía el día. Por el color del horizonte, creo que está a punto de amanecer, por el olor y la temperatura juraría que estamos en primavera. “¡Hoy hace un día maravilloso! –se dijo a sí misma Preciosa-. Tengo que salir de aquí y tú tienes que venir conmigo. No podría enfrentarme a las miradas de la gente si no te tengo a mi lado”.

Preciosa cogió en brazos a Delicado, con mucho cuidado bajó los dos tiros de escalera y salió a la calle. El ruido de la ciudad era ensordecedor. A Preciosa le temblaban las manos de miedo, a Delicado todo el cuerpo. Decididos a llegar hasta el parque de enfrente, comenzaron a abrirse paso entre la gente. Preciosa comenzó a ganar confianza cuando descubrió que las miradas no apuntaban sobre ella a pesar de su aspecto, sino que todos miraban a Delicado con una sonrisa en la boca. Paso a paso alcanzaron el semáforo donde esperaron que el muñequito se pusiera verde. Cruzaron la calle sin ningún peligro. La multitud se abría para dejarles paso libre hasta que llegaron al parque. Escogió un lugar y con todo el mimo del mundo tumbó a Delicado en el césped para luego tumbarse ella a su lado.

Era domingo, y no hay nada más típico en un parque un domingo que un padre enseñando a su hijo a montar en bicicleta. “Ya eres grande hijo mío-dijo el padre-, hoy es el gran día. Hoy no hay ruedas pequeñas”. El niño estaba tranquilo, confiado, su papá prometió que no lo soltaría, que no lo dejaría sólo. Con una gran sonrisa en la boca el niño comenzó a dar pedaladas… “Una, dos, tres, cuatro, cinco. ¡Ves, ya llevas seis tú sólo!- Gritó el padre-“. El niño al oírlo, miró para atrás y al descubrir que su padre se había quedado atrás, siendo él el único que manejaba la bicicleta y cuesta bajo, borró la sonrisa de su cara y comenzó a llorar. Temblaba tanto el manillar que no conseguía fijar una dirección. El pánico se adueñó del niño y la caída iba a ser grandiosa y súbita a esa velocidad. El miedo le impedía razonar para utilizar los frenos y sus piernas titilaban tanto que no dejaban de pedalear. La bicicleta y el niño se dirigían desbocados hacía Preciosa y Delicado, ella, advertida por los gritos del niño, pudo reaccionar a tiempo poniendo a salvo también a Delicado. Preciosa al apartar a Delicado del niño no reparó el banco que quedaba a su derecha. Imposible contar los pedazos. Toda la hierva, el banco, toda ella llena de pedazos de Delicado. Preciosa del dolor se clavó de rodillas y llorando a lágrima viva comenzó a recogerlos uno a uno.

Una anciana de pelo largo y blanco recogido en un moño que fue testigo de lo ocurrido se acercó a Preciosa y le dijo:- “Niña no llores. Eso que dicen de los siete años de mala suerte por romper un espejo es mentira. Deja los cristales no te vayas a cortar, y alegra esa cara que estas muy fea llorando”. Preciosa miró a los ojos a la anciana y descubrió una paz y una sinceridad como jamás había visto y al verse reflejada en ellos, enjugó el llanto y sonrió como siempre lo había hecho.
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